Waylla era la menor de trece hermanos. Su madre no se daba por vencida y dijo que hasta no tener la mujercita no iba a dejar de parir, entonces así fue que su pedido llegó un veinticinco de diciembre a las tres de la tarde.
Era una familia humilde, y su padre Aruni, un hombre tranquilo, apaciguado, de pocas palabras.
Tenía algunas alpacas y llamas en el corral de piedras que junto a sus tres hijos más grandes habían hecho. Los tiempos han cambiado, antes no se necesitaban de corrales, ni alambrados. La comunidad era una manera de estar, no sólo se pertenecía a ella, también habían hábitos del apoyo mutuo y el hoy es por ti mañana por mi. En el valle de las montañas, vivió un hombre sólo, que pasó su vida dedicada a vigilar quién entraba, quién salía. Un ermitaño que nadie nunca supo el nombre, se hacía llamar López. Luego de fallecido nadie tomó ese puesto, poco a poco empezaron a merodear por las montañas caras que no eran conocidas y eso inquietaba a los residentes de la zona.
En el corral no se llegaba a la docena entre llamas y alpacas, no eran buenos tiempos. Antawara, la madre, con sus hijos más pequeños y Waylla le dedicaban muchas horas a sus cultivos, no sería suficiente con tan poca carne y tan poco abrigo.
Los caminos no eran tan seguros para bajar hacia el pueblo más cercano y ya nadie quería ir. Desde arriba corría un hermoso río, de agua helada que venía del deshielo de la cordillera, y abajo en el claro era el lugar favorito de Waylla para de llevar las canastas con ropa y refregarle en las piedras. La vista panorámica dejaba deslumbrados sus ojos café. A Aruni, su padre no le gustaba que fuera sola, cada vez que le veía la intención le pedía a Inti que la acompañara, éste murmuraba y se enojaba porqué a el le gustaba ayudar a su madre en el cosechado de la yuca y de la papa y tenía que ir detrás cuidando.
Y siempre era igual, su hermana adelante, disfrutando del paisaje como si fuera la primera vez que allí andaba, Inti pateando algunas piedras, sosteniendo en la mano izquierda un viejo tiento, como si eso le ayudara a domar la suerte, amuleto que siempre le daba su madre, decía que era para la protección de los malos caminantes y las malas energías que podían acecharlos o espantarlos en el andar.
Cada año era igual, cosecha, faena, largas caminatas para buscar leña y entre Inti, Waylla y Antawara eran quiénes se dedicaban al proceso de lana de la alpaca que después entre el padre y tres de sus hijos varones, llevaban arriba de alguna llama hasta el pueblo a unas tres horas caminando, para después Inti, encargarse de ir hasta la ciudad más poblada y hacer su distribución.
Esto de que ya López no les alivianaba el camino, no tenían otros ojos de guía, la cosas habían cambiado un poco.
Como toda ausencia, se respetaba en la comunidad y nadie quería tomar ese lugar. No es que fuera malo, por el contrario, era un puesto de mucho privilegio y honrado, por esa misma razón nadie dijo nada cuando el viejo murió. Pero algo había que hacer. Ya no era sostenible andar con miedo.
Entonces acordaron una reunión conjunta en la piedra más alta, la de al lado del potrero de Sabino.
No llegaban a veinte, los que estuvieron. Entre idas y venidas se votó quién sería el vigilante, y muy pocos convencidos salió el nombre elegido.
Entre los trece hermanos se miraron, un poco confundidos, algunos con aires de sublimidad, otros tristes, pero sobre todo Waylla y su madre, quedaron con sus retinas humedecidas y sus rostros desencajados. Habían elegido a Aruni. Y como toda elección de la comunidad quién salía debía hacerse cargo de tal, asumir y respetar lo que en comunión se había votado. Era ley de convivencia.
Sin hacer mucho cortejos, saludaron a Aruni.
Todos sabían que eso en algún momento iba a ocurrir, así qué allí mismo, bendijeron la suerte de su camino, ritual ya conocido entre ellos, le dieron su distintivo rojizo y un arete dorado que representaba el honor.
Para ser vigilante no sólo tenía que tener valor, sino que en otras palabras se sobreentendía que había una especie de abandono a la familia para provecho de todos. Era eso o quedar como un cobarde y en esos lugares no está bien visto.
Así fue que el nuevo vigilante, después de reunir a sus hijos en una breve charla, encargó al mayor de la familia, a su hija de la madre y con pocas cosas que junto mientras daba algunas indicaciones hogareñas y de herencia familiar, tomó una botella que tenía guardada debajo de la cama, saludó de lejos y partió. Paso lerdo pero firme.
No es que nunca más lo iban a ver, pero tampoco iba ser cosa de todos los días. La dinámica de su familia dio un giro importante, pero nadie cuestionó nada. Todos entendían.
Esa noche hubo un silencio profundo… Muuuuuy profundo.
Antawara preparó una sopa con cultivos que tenían, zanahorias, choclos morados, cebolla, papa y zapallo. En una olla quedó servida. Tomó los tazones de barro y repartió. Ni una palabra. Ni una mueca. Ni una sonrisa.
Así fueron pasando las horas, semanas, días…
Indi, que era uno de los más grandes, le dijo a su madre que iba a darse una vuelta por el valle. Que le preparara algo de comida y que le iba a llevar su padre a su nueva estadía .
La sorpresa fue más grande cuándo de regreso llegó con la trágica noticia que allá abajo no había nadie, buscó en cada parte, en cada colina, en cada sendero, detrás de cada montaña.
-¡Se lo habrá esfumado el viento o se lo tragó la tierra! -Exclamó con una mirada desconsolada y desorientada.
No habían rastros ni semillas.
Se corrió la voz en la comunidad, y tan pronto como pudieron bajaron dos compadres, esperanzados pero corrieron con la misma suerte. Ni caballo, ni el arete dorado, ni la chalina rojiza.
A todo esto, cuándo volvieron para la tardecita ya muchos estaban juntando algunas pocas cosas que le cabían… Entendían que ya no era un lugar seguro, se les acababa la comida y encima ahora sin protección ni guía, con más incertidumbre de la que tenían, primero el viejo López, ahora no aparecía Aruni. ¿Quién seguía?.
Empezaron a separarse, dicen que los cuatro hermanos más grandes se llevaron un pequeño cada uno y Waylla acompañó a su madre hasta el último día.
También dicen, que Waylla se rehúso a irse, ella a nada le temía, conocía los caminos, los trillos, los atajos, las pasadas de los ríos. Nadie más quedó.
Desperdigados todos por el terror, de vez en cuándo se dice que una mujer visita el valle, con llanto y agonía, unos dicen que es Waylla, otros dicen que es Altawara buscando su marido, y en otro pueblo cercano se comenta que son las almas perdidas porque nunca nadie supo el paradero ni de Indi, ni José, tampoco el de Guajira.
Este cuento me lo hizo una Chola, nieta de Jacinta que se dedicaba a vender ropa andina, y era la que le compraba lana de la que ellos producían… Vaya saber uno si será una historia cierta o solo mito.