¿QUIÉNES SOMOS?

Viejo camalote

por | 11 Sep, 2024

Amacleto era un viejito bastante apunado, con un par de lentes culo de botella casi encima mismo del bigote grueso, blanco y espeso; no era muy canoso aunque realmente era viejo. Rengueaba bastante de una pata pero no usaba bastón. 

Tenía un rancho muy lindo, era de paredes muy gruesas de piedra, con techo y alero ancho de paja, casi corredor, dos ambientes separados con cueros resecos y una cortina de lona percudida y rajada. Como todo rancho en la vuelta, adentro negreaba tiznado por el hollín de toda una vida, que día tras día vomitaba el fogón de llanta de carreta que estaba prendido hacía al menos treinta años. Este fuego eternamente tenía una caldera con agua para el que quisiera arrimarse a tomar unos amargos; solo o compartido. Una parrilla de alambre negro bastante retorcida con lugar más que suficiente para una media res de capón, también invitaba a quedarse a más de uno y como el camino real cruzaba a pocos metros de la casa, era común que algún tropero y hasta andantes hicieran noche en lo de Amacleto.

Lo único que le gustaba endeveras en esta vida, como decía él, era ir a la guna, siempre a la misma, todos los días. Tuvo la suerte de vivir siempre en el pago así que prácticamente fue un ritual diario. De chico, incluso en los más crudos inviernos se remojaba la cara, los antebrazos, las pantorrillas, pa’tivar la circulación. En los rigores de la canícula igual estaba siete u ocho horas en el agua, hasta que el cuerpo todo le quedaba como una pasa de uva de arrugado.

Conocía de ella todos los pozos, los camalotes, cada sarandí. La había nadado crecida y la había caminado casi seca. 

Él siempre hablaba de la laguna. La única mujer que alguna vez tuvo, un día cualquiera agarro sus petates y no se vio nunca más en el pago. La debe de haber corrido con el tema de la laguna. En otoño se bañaba nadando despacito en la superficie, sin revolver mucho, en verano, traía con un pataleo el agua helada del fondo. Cada día de su vida, lo transitó esperando ansioso la hora de irse pa la laguna, y aunque estuviera en cualquier tarea o conversación, su mente siempre rondaba la laguna.

Una tardecita, venía por el camino con una tropa el Tape López, un indio viejo pero fuerte, que el mismo decía haber sido bautizado por el mismísimo mariscal. Puro cuento. Al fin y al cabo todos los que venían del Paraguay eran López. Encerró el ganado, que era poco por cierto, en el piquetito, se encamino para el rancho y agachandosé traspasó el umbral.

La caldera, ya reseca, no despedía vapor, el fuego muy mermado, se reducía a unas cuantas brasas encendidas.

¿y Amacleto? Pensó – debe andar pa’la laguna-

-que viejito pa l’agua-

Sin apuro desensilló, largó el malacara en el potrero y se fue a buscar a su viejo compañero.

Cuando el Tape llegó a la barranca, lo vió. Estaba como acostado encima de un espejo duro, nada se movía, ni una mínima onda se perfilaba en el agua. Supo inmediatamente que estaba muerto. No ahogado, no, nunca se hubiese ahogado Amacleto en esa laguna.  Ni ella misma se hubiese atrevido a ahogarlo, no, muerto nomás.

¿Y ahora?, ahora habría que avisar a los milicos, al juez… aunque… ¿no estaba Amacleto definitivamente en el lugar exacto?, ¿avisar?, si avisaba lo iban a sacar de la laguna y lo iban a enterrar en lo seco. ¿Y si no se lo decía a nadie? De esa manera seguirían Amacleto y la laguna en eterna comunión, lo que consideró muy justo, puestos los antecedentes.

Sí, así habría de ser.

Cuando el Tape levanta la mirada para despedirse del amigo, en el punto donde había estado el viejito, ahora reposaba un inmenso camalote, sus flores le recordaron el profuso bigote, incluso un par de gafas gruesas creyó ver.

Se persignó, y con paso tranquilo retornó al rancho, tenía que avivar el fuego y calentar agua para el mate…, que esta vez tomaría solo.