Qué duro fue sentir que tu vida se nos escapaba, y qué alivio saber que, al final, no te fuiste.
Hubo un antes y un después en ese llanto tuyo, en aquella respuesta que nos dieron sobre lo que estaba ocurriendo. Verte llorar nos desarmó por completo, porque no es algo habitual la tristeza en tu andar.
La agonía nos consumía; El dolor era tan grande que me aferraba a él para no soltarlo para poder sostenerte.
Aquel día de lluvia, mirabas por la ventana del hospital y, con la voz rota, dijiste que la vida se te iba. Que agonía, me desarmaba lo que veía.
Qué duro, qué triste. Todo describía que la muerte llegaba.
Las huellas de la muerte, ligadas a la eternidad, cambian para siempre, la forma en que los sentimientos mutan, van validando etapas del dolor. Nunca volví a mirar la muerte con los mismos ojos, ni con el mismo corazón, porque un dolor como este no lo había conocido.
Llegó la hora, llegó el día, todo aquello que había sostenido con fuerza se desbordó en el peor momento. Lloraba sin control, sintiendo cómo la tormenta interna se acercaba.
Y vos, en medio de todo lo que estabas viviendo y procesando, me miraste y con una calma imposible, dijiste: «Tranquila, tranquila, es lo que me queda y no hay otra salida, ese momento marco en mi vida algo distinto, abrace la muerte, tu muerte, mi mayor temor, la agonía de perderte.
Te fuiste cargado con eso que te describe, sonriente, en una camilla hacia un destino incierto, sin saber si volverías. Agarramos tu mano, temiendo que ese calor se desvaneciera para siempre. Qué nervios, qué interminable se hacía. Ahí estábamos, mi hermano y yo, sosteniendo el alma herida, atrapados en el tiempo que parecía que no corría.
Pero volviste, y seguimos corriendo para aferrarnos a tu vida. Era de noche, en una ruta agitada, con luces rojas encendidas. Llegamos a otro lugar, apostando todo por salvarte una vez más.
El tiempo avanzaba, y lo más importante era que tu respiración seguía.
Los días pasaron y todo parecía ir bien. Sentí cómo el nudo en mi pecho se aflojaba, cómo el miedo se disipaba. Qué alegría verte lleno de vida, con esas ganas intactas y ese espíritu que, estoy segura, que sin él no estarías en esta vida.
He enfrentado muertes duras, determinantes, MI ABUELA pero con el tiempo entendí que cada etapa marca un camino. Y aprendí que la muerte, con el alma curtida, se abraza de otra manera, se vive diferente.
Este encuentro con tu muerte, tan duro y sin opción, me marcó. La muerte me rozó, pero también me regalo el sentimiento más doloroso y eterno, que es sentir la muerte.
Hoy abrazo la muerte, con el alma curtida y con menos miedo a perderte.