La mañana me llenó de luz. El sol lejano daba de pleno en la ciudad resplandeciéndola como un espejo. El frío matinal resbalaba en mí como si tuviera manteca en el cuerpo. Hacía mucho tiempo que no me pasaba esto de no sentir frío en la mañana. Realmente me sentía vigoroso, fuerte como un plato de sopa. La panadería quedaba a por lo menos treinta cuadras. Me iba a llevar un rato llegar hasta allí, pero el día estaba espléndido. Friísimo pero espléndido. El viento agita mi bufanda que viene levitando tras de mí como si fuera la cola de una cometa. Toda mi ropa parece querer salírseme hacia atrás.
Vengo caminando en cierto ángulo, inclinado hacia adelante, porque el viento está realmente fuerte. Pero reitero que no siento frío, sé que está frío pero no lo siento, es como una magia que me recubre. Hoy soy todopoderoso aparentemente.
Saludo a Juan, un mendigo de hace años. Tiene familia y cada tanto vienen a arrimarle alguna cosa pero él no les da mucha bola. Una noche, vinito de por medio, me contó que no quiere su lástima. Juan se gana sus cosas, pidiendo se las gana. También vendiendo cartones y cosas que encuentra en la basura, cosas muy interesantes ha llegado a encontrar.
La otra noche, por ejemplo, encontró una carta. La había escrito la muerte y se la dejó bajo la puerta a una anciana. Pero el viento la voló y estaba la carta en medio de la calle.
Juan la encontró y me la dio porque no sabe leer. Yo se la leí pero no entendió nada. Yo sí la entendí.
La panadería estaba abierta. No sentía hambre, estaba yendo por costumbre.
Como todas las mañanas: recorrer las treinta y pico de cuadras de ida y recorrer las treinta y pico de cuadras de vuelta comiendo algo.
El panadero me miró extrañado.
—¿Estás bien? —me preguntó examinándome con mirada médica.
—Sí, mejor que nunca —le respondí sonriendo con mis dientes careados (los pocos que me quedan).
—Va a ser un invierno crudo este, estimado.
—Na, ya estoy acostumbrado. Hoy no siento ni frío, por ejemplo. Estoy hecho un roble.
—Te ves pálido igual. Tendrías que ir al médico por las dudas.
—No se preocupe, gracias por el pan.
—Merece, que ande bien.
Salí con el pan calentito bajo el brazo. Me lo metí abajo del buzo y al sentir su calor, extrañamente empecé a sentir levemente el frío matinal.
El sol se arrastraba lentamente hacia los techos.
Llegué a la plaza, me senté al resguardo del muro, y abrazado al pan tibio cerré los ojos. Todo el frío que no había sentido me llegó de golpe cortándome la respiración. El primer bocado de pan que engullí me hizo sentir toda el hambre de golpe. Un vacío tremendo en el estómago, un frío insoportable en las articulaciones. Mucho sueño. Me dormí por última vez.
Se llevaron mi cuerpo algunas horas más tarde, supongo. Nadie se haría cargo de él. No sé si me enterrarán siquiera.
El pan quedó allí tirado, donde solía estar yo sentado todos los días. Todas las noches. El pan como recuerdo de los que no tenemos eso. Ni siquiera un pan a veces.