Bajo el cielo estrellado de 1986, en donde, las luciérnagas danzaban como faros en la oscuridad, iluminando el sendero hacia los ranchos perdidos, muy lejos de la ciudad y del mar. Allí me esperaba mamá, mi querida vieja del alma. Bajé del ómnibus que me dejó en la ruta, ya oscuro, pude ver la portera, luche con el cambón y al final abrí. Seguí el trillo entre los espinillos dorados, con una dulzura de perfume, que era una exquisitez especial.
Estaba oscuro, pero podía oler a distancia e imaginar su flor. Una leve brisa se colaba entre las ramas de un viejo y solitario árbol de coronilla perdido, su tronco lustrado por las ovejas y las vacas que duermen y rascan sus lomos ahí. Subí por el repecho con la ansiedad de estar ahí, todos los días. La calidez del hogar me esperaba, mamá aguardaba con el mate amargo y humeante,
mientras el gato Rodolfo dormía en su gastada falda, cubierta por un viejo delantal lleno de harina. La luz tenue de una lámpara a queroseno acompañaba el ambiente, y el perro Caifa, ya muy viejo pero atento a los sonidos exteriores, un ladrido medio afónico se pierde en sus dientes gastados.
La luz tenue se ve más cerca, quiero llegar. Rasgué la puerta de madera vieja, gastada que solo ella cerraba con una aldaba, quise imitar con un leve rasguño en la madera, la historia de lobizones, pero ella sabía ideas locas. Podía oler la comida en el fuego, qué cocinaba lentamente en la cocina a leña. Era la escena de un regreso esperado y reconfortante. Meses por sentir el calor de sus abrazos, la bese, nos miramos, abrazos interminables, siempre serás la madre más maravillosa del mundo, y ese olor a mamá, mezclado con los
vapores de la cocina me trasladaba a mi niñez, parecíamos un montón de personas que habíamos llegado, pero está vez era solo yo, tanta alegría en un solo momento, nos mirarnos y contábamos cosas de mi trabajo, los estudios. A mamá le gustaba mi perfume me decía, tenés olor a Montevideo.
Después de hablar un rato con mamá, me retiré a la cama, envuelto en la calidez del hogar y los recuerdos de aquellos días. El sueño llegó rápido, acompañado por el crepitar del fuego y el suave ronroneo de Rodolfo y el perro Caifa viejo y peludo al lado de la cocina a leña.
Al amanecer, desperté con el aroma a madera de eucalipto y pan calentito que inundaba la casa, donde la ventana de la cocina se perdía la visión en las laderas del campo. Los primeros rayos del sol se colaban tímidamente por las ventanas entreabiertas. Mamá ya estaba en la cocina, moviéndose con la gracia de quien conoce cada rincón de su hogar.
-Buenos días, mi amor-, dijo con una sonrisa al verme aparecer. -El Cafe con leche está casi listo-.
Después de un desayuno delicioso como el qué ella me hacía, antes de ir a la escuela, una breve conversación y me dispuse a las labores mañaneras. Salí al corral, ordeñe las vacas, sintiendo la frescura de la mañana en mi rostro. Luego, di de comer a las gallinas, que cacarean en el gallinero. –¡Mijo!, dice mamá. Vaya hasta el pueblo, qué necesito unas cosas del boliche de Malvacio. Fui por el caballo llamado Domingo, un zaino viejo, con años de esas labores. Marché hacia el pueblo, siguiendo el sendero que aún se mantenía el trillo, que se serpenteaba entre los vapores ascendentes de las cañadas cercanas. El paisaje era una pintura viva, donde cada árbol y cada cañada y tajamar contaban historias de generaciones pasadas.
El pueblo pronto despertó con la mansa rutina de sus habitantes y el trajín de algún paisano a caballo. Compré las cosas que mamá me había anotado en un papel, de estraza, saludé a conocidos que cruzan en el camino. En cada interacción, sentía el peso de la comunidad y la familiaridad de cada gesto, y eso me transmitía el amor y el respeto de una comunidad que se mantiene los valores de una cultura que olvida sus generaciones, como el canto de los teru teru.
Al regresar al hogar, el sol se elevaba en el cielo, pintando los campos con tonos dorados y verdes. La sensación de pertenencia y calma llenaba mi ser, como las raíces que se aferran a la tierra fértil. Me doy cuenta que cada día que pasa, creo qué nos pasa una gran parte de las personas que venimos del interior del país, las raíces jamás se desprenden de esas tierras qué aún siguen tan fértiles.