Las noticias en la radio estaban de fondo, también el ventilador; luchando por cuál sonaba mejor. La luz entraba oblicua y amarillenta por la única ventana a la derecha. Cristina refregaba el repasador contra la mesada de madera con movimientos circulares, rápidos y cortos; sus lentes redondos ni se movían. Imaginé por un instante que no se sacaba los lentes ni para dormir; me causó gracia imaginar eso. Interrumpió su tarea con el repasador para levantar la cabeza, mirarme y confirmar lo que ya me había dicho con la invitación:
Strogonoff de pollo vamos a hacer hoy. – hizo una pausa – Bah…. Strogonoff sencillito nomás, pollo, crema doble y champiñones; que tengo de los frescos, sino el de lata m’ija que da lo mismo.
Caminó con su andar que la llevaba a inclinarse a izquierda y derecha con cada paso hacia la cocina. Abrió la puerta del horno. Sacó ollas, sartenes y asaderas. Eligió un sartén hondo y una olla.
Bueno, ¿querés mirar o vas a ayudar? – me preguntó.
Cómo usted quiera. ¿En qué puedo ayudar?
Andá picando el pollo. Ah, y lavando y picando un ciboulette que tengo ahí. – dijo señalando la tapa de un aparador con macetas arriba. – Los hongos los lavo yo. – acotó al final.
Le dio volumen a la radio y ahí arrancamos las dos. Yo con el cuchillo, ella lavando los hongos de manera extremadamente meticulosa; mientras en la olla se calentaba el agua para el arroz. Cuando terminé de picar el pollo me pasó los hongos lavados y puso el pollo picado en el sartén ya pre calentado y con aceite. Me explicó lo obvio, que los hongos se pican de arriba abajo, en láminas, “como los de la lata m’ija”; y mientras yo picaba los hongos Cristina iba fritando los trozos de pollo. Como ella me quedaba a mi espalda, giré mi torso para poder ver de reojo con qué condimentaba el pollo. Así vi que esperó un tiempo antes de ponerle la sal; la cuál sacó de un frasco de vidrio a su puño y esparció con la mano.
Terminé de picar los hongos cuando Cristina ya bajaba el fuego porque el pollo estaba pronto y le agregaba curry directo de la bolsa donde venía empaquetado el condimento, a través de un agujero en una punta de la bolsa misma. Mezcló bien el curry y le agregó los hongos. A fuego lento revolvió despacio con la mano derecha y sin cesar; mientras con la mano izquierda volcaba el arroz puesto en una taza en la olla hirviendo.
Pasame la crema de leche. – me dijo señalando la heladera a un extremo de la cocina. Así lo hice y la caja entera fue para el sartén.
¡Pucha! – exclamó – Me olvidé de ponerle sal al agua. ¿Vos te animás? – me dijo refiriéndose al agua donde se cocía el arroz.
Accedí de inmediato. Pregunté cuánto, “vos echale”, fue la respuesta breve y concreta. Hice como ella, volqué del frasco un poco de sal en mi puño y a la olla. – Revolvé. – me indicó después. Y caminando con su cuerpo que se mecía de un lado a otro, fue hasta el aparador donde estaba las aromáticas y levantando una puerta bisagra con vidrio esmerilado en posición oblicua, extrajo del interior un molinillo de pimienta negra. – Ya está. – me dijo, haciendo ademán de que dejara de revolver. Apagó el fuego de la hornalla y agregó la pimienta negra al pollo con hongos y crema de leche.
Ahora que quede el arroz, lo mezclamos todo, le ponemos el ciboulette por arriba y pronto. – me dijo con una sonrisa de satisfacción. – ¿Viste qué fácil?