Se zambulló como mil veces anteriormente, esperando encontrar algo, pero convencido que nada había allá abajo. Se equivocó…
Al principio, no le pareció una moneda, sino más bien una piedra redonda como otras, como muchas; pero cuando la tuvo en sus manos notó un peso distinto, metálico, y en ese momento el alma le volvió al cuerpo; a ese cuerpo escuálido, reseco y bronceado. A fin de cuentas, parecía que el Capitán Lapuente no había podido llevarse todo. Si había una habría más, seguro que sí. Nadó hasta la playa, que estaba a unos cien brazos, allí nomás golpeó la moneda contra una piedra para quebrar aquella coraza de casi un par de siglos, tan calcárea como el sarro de sus propios dientes. El oro lanzó al aire un destello reprimido por ciento cincuenta años; difícilmente encontraría otras, pero con cuatro o cinco podría arrancar el rancho.
El Arinos, aquel desgraciado buque, desde el día que aprisionado en la arena tuvo que ser testigo de aquel crimen sin sentido, como de vergüenza se había hundido un poco más y ya apenas asomaba sus restos de calderas y pegaba una mirada corta nomás, para volver a esconderse al paso de las olas.
Después de casi dos siglos, tampoco ese día había podido hacer nada, ni siquiera gritarle a Lola que corriera; había sentido aquella misma impotencia de cuando el temporal lo enterró para siempre en esa arena dulce y no pudo luchar contra la mar que lo arrinconaba ni salvar las gentes que en su lomo y sus entrañas habían navegado tantas millas.
En esa ocasión, la del naufragio, llevaba el vientre preñado de libras con el salario de las tropas que peleaban por el Paraguay; la tripulación pudo salvar prácticamente todo, menos las monedas de unas pocas cajas hechas pedazos por los vaivenes violentos del temporal, que quedaron en la bodega desparramadas y dos cajas con más o menos cuatro mil libras que fueron robadas de la costa.
El Negro Tulio había nacido hacía sesenta años en Aguas Dulces, vivió hasta su adolescencia en un palafito que la mar le arrebató junto con su Padre una noche de temporal, Madre no tenía, así que se fue con unos tíos para Tacuarembó. Ahora, después de viejo, había vuelto hacía un año a su pueblo;
Lo encontró todo electrificado, de las cachimbas de agua dulce y los faroles en los ranchos solo quedaba el nombre en una calle que la gente insiste en llamarle Gorlerito; el progreso y el bicho turista le limaron hasta el mas ínfimo atisbo de idealidad a sus recuerdos.
Alquiló provisoriamente un rancho cerca de la bajada de Doña Tota, por ahí cerquita nomás donde estaba el sendero que usó Agosto cuando el naufragio del Francisco Rocco, algunas mañanas va a ese callejón y mira hacia la playa, como queriendo ver el pasado; nada le recuerda su niñez; todo está muy cambiado. En todos estos años en Tacuarembó, soñó siempre con volver, arrancarle el oro de la panza al Arinos, y hacerse un ranchito, si pudiera un palafito, como el de su Padre.
Enterró la vieja libra en la arena y marcó el lugar con una gran piedra, volvió al agua eufórico y esperanzado, todo empezaba a encajar, se sentía nuevamente en su lugar en el mundo, si encontrara aunque sea cuatro o cinco más…
Estaba viejo ya y cansado pero tenía que volver por más, se podía ir la racha, y eso no se lo podía permitir; cuando nadando llegó a la caldera, se tomó un rato de esta para descansar del nado y la lucha contra aquellas olas que lo querían echar a la playa. Repuesto se zambulló nuevamente y guiado por la soga descendió unos cuatro o cinco metros hasta donde había encontrado la moneda; tanteo a oscuras el fondo de arena hasta que sus pulmones se quejaron, subió a tomar aire y nuevamente abajo; así muchas veces.
Se venía la noche, haría el último intento y lo dejaría para mañana;
escarbando el fondo casi sin esperar nada, sus dedos se topan con algo…, parecen varias piedras, pero Tulio ya conoce esa forma, conoce ese peso, grita burbujas de alegría bajo el agua, hunde fuerte su mano para tomar las que pueda; con tan mala fortuna que se le atasca, intenta zafar, pero es imposible, ya el aire escasea en sus pulmones.
El Arinos se estremece, no quiere ser testigo de otra desgracia, intenta escupir ese cuerpecito negro y escuálido, pero al instante cae en la cuenta de que eso es imposible, a fin de cuentas, también él, no es más que otro viejo náufrago, varado en esa gran playa de arenas dulces.