El tono grisáceo del cielo parecía haber absorbido todo el humo del cigarrillo de aquella mujer.
Me acomodé en la incómoda banca para observarla, llevaba un abrigo peludo de leopardo que le llegaba hasta a las rodillas, sus uñas eran casi tan largas como el tacón de aguja de sus botas y ocultaba parte de las arrugas de su rostro con un fleco levantado y unos lentes exageradamente grandes.
Parecía ansiosa mientras esperaba a ser atendida por el quiosquero, que hablaba despreocupado con otro hombre delante de la fila.
Intenté guardar todos los detalles que mi mente pudiera retener de aquel momento. Su pelo rubio canoso, la expresión severa de la que resaltaban unos finos labios pintados de rojo.
A mi edad, pasando los sesenta, no me hubiera imaginado jamás estar en la situación en la que me encontraba. La punta de los dedos me hormigueaba y el corazón me palpitaba peligrosamente en el pecho, estaba frente a la mujer más hermosa que habían visto mis ojos y sentía los nervios de un muchacho.
No importan los años ni la experiencia, la vida jamás te prepara para estas cosas.
La fila avanzó y pronto llegó su momento de ser atendida, la cola del cigarro se hizo añicos bajo la punta de su bota cuando dio un paso al frente.
“El diario del día, por favor”, le dijo al quiosquero sin darle lugar a saludar. El hombre asintió y le alcanzó un rollo de papel reciclado lleno de lo que yo alcanzaba a ver tan solo como borrones, ella contaba los billetes con impaciencia haciendo sonar sus anillos plateados.
Le dio las gracias al quiosquero y mi estómago dio un vuelco al notar que volteaba en mi dirección. Se subió los lentes para mirarme y esa mueca adusta se transformó en una expresión cálida seguida de una sonrisa exquisita. Estaba seguro de que no podría cansarme de verla ni en un millón de años.
Ni bien comenzó a caminar hacia la banca en la que me encontraba me puse de pie y me acomodé las arrugas del pantalón, que había estado un buen rato planchando.
“¿Y? Vas a quedarte ahí mirándome”, se cruzó de brazos y rió dejando a la vista un par de arreglos de plomo. Una calidez reconfortante se asentó en mi pecho.
“En realidad, esperaba poder invitarle un café”, mis palabras la hicieron reír, y yo sentí que de pronto éramos solo dos muchachos encontrándose por ahí.
“Como no”, dijo y comenzó a caminar por el caminito de piedra torcido que dividía el parque en dos.
“¿Qué es lo que llevas escondido en la otra mano?”, preguntó medio distraída viendo a ambos lados para cruzar la calle.
Vi como sus cachetes quedaban casi tan rojos como su labial al ver la rosa que puse frente a su rostro.
El peso de los años desapareció en aquel momento, cuando me sonrió y yo me acerqué tan emocionado como un niño a punto de dar su primer beso. Sus labios pintados mancharon los míos y su perfume de jazmín llenó mi olfato, esperamos un par de segundos para separarnos.
Cuando abrí los ojos ella me observaba con una expresión cálida.
“Feliz aniversario, Julián”.
Sonreí como un tonto.
“Feliz aniversario, Mara”.