¿QUIÉNES SOMOS?

La tapera del ombú

por | 16 Oct, 2024

En los pagos de Tejera y Ombúes hay muchas taperas, de las de paja y terrón, que dejan una lomita llena de gramilla como casi único vestigio de que algún día estuvieron allí. En las secas más grandes o cuando los potreros están abrumados de ganado, uno si es observador puede llegar a descubrir donde estaba la cocina, el galpón, incluso el excusado. Algunas veces, hasta algún atisbo de mangas o corrales se le puede llegar a revelar al que desea ver.

En la mayoría de las taperas hay por lo menos un ombú, dicen que es pasto, no árbol; puede ser, no sirve ni para leña ni para carpintería; pero da muy buena sombra, y sobre todo es compañero del rancho cuando algún temporal.

Su nombre, es una voz guaraní que significa sombra o bulto oscuro.

En un potrero de mi casa, había un Ombú, un pasto gigante que debía tener ya su generosa centuria, y a sus pies algunos montículos de un par de ranchos rendidos hace un siglo. En ese ombú, hace poco, cuando ya había desaparecido del terreno, pero no de mi memoria, encontré, entre menudencias, dos cápsulas de bala calibre 11mm, solo las cápsulas, extremadamente corroídas. Al tenerlas en mi mano y detenerme un segundo a observarlas, un chispazo me transportó en el tiempo, unos cien años para atrás:

Filomena estaba sola esa tarde en el rancho. Sola no, sola con el gurisito, con Martincito. El gaucho Liborio, su marido, andaba ya hacía más de dos meses pa’ la guerra, atrás del petiso revoltoso ese, hijo del brasilero Francisco. Según le había dicho un tal Sosa, estando de paso para el sur, lo había visto la última vez una semana atrás, por allá por «la tierra de Dios», por Tupambaé, donde lo habían paliziado de lo lindo al renegrido Galarza y su tropa de alcahuetes.

Era una tarde tranquila, Filomena picó un poco más de leña pues calculó que la noche iba a ser gélida; y así mesmo habría de ser. Por la cuchillita que está al noreste, cruzando la cañada, venía bajando a caballo una silueta por ella conocida; lo miró mientras cruzaba la picada y enfilaba pal rancho, y lo siguió mirando hasta que el hombre llegó hasta el picadero y se apeó de su gateado; ella se arrimó como todas esas tardes, él le rodeó la cintura, la apretó un poco contra sí y echandosé el chambergo para atrás, como pa’tomar leche en guampa, le planto ahí nomás un beso largo, como esperanza de pobre. Ella se dejó, acostumbrada.

El gauchito era bastante más joven, medio cajetilla, de crines largas hasta los hombros y una arrogancia en los modos propia de su edad.

Enfiló el muchacho para el galpón a desensillar y ella con una brazada de palos secos, rumbeó para el rancho y le arrimo algunas ramas al fuego; al rato nomás ya estaban tomando mate mientras se calentaba una ollita negra en el fogón de la cocina.

A la medianoche una sombra bajó por el cerro, no lo escucharon llegar, los perros no deben haber ladrado porque sabían que era Liborio, seguro que lo olfatearon de lejos, porque la noche era muy oscura, no había luna ninguna.

Cuando llegó al galpón y vio esos aperos irreconocibles, un frío le recorrió el espinazo, se repuso enseguida, curtido, y enfilo para la ventana del rancho de la cual se veía el tremolar de un candil, oteó para adentro y vio lo que ya calculaba. Filomena galopeaba sudorosa encima de aquel gauchito culocagao.

Volvió determinado y en silencio para el galpón, saco de sus aperos el máuser 11mm, se acercó a la ventana, se persignó y tiró.

Filomena junto con el trueno, sintió la quemazón en el pecho, se lo miró y vio crecer esa nueva areola entre las dos turgentes y no entendió, no entendió mientras caía como en un sueño, sin fuerzas para mantenerse enhorquetada en su corcel, que sorprendido ya salía de ella.

En el último aliento escucha el llanto de Martincito, su gurisito y así nomás se fue.

El gauchito si entendió, pero no tuvo tiempo, en la guerra se aprende a recargar muy rápido, en eso te va la vida, y Liborio había aprendido a cuidar la suya. El plomo en la frente no le dio tiempo a sentir ni quemazón ni nada, solo a abrir grande los ojos, mientras le nacía el tercero y escupía sangre y sapiencia por la nuca, cayó ahí nomás, sin pena ni gloria.

Ahí cerquita de la cañada, un poco más abajo de las casas, esa misma noche fría, cavó Liborio de memoria una fosa y echó adentro los dos cuerpos, los dos juntos y desnudos, total que más daba a esa altura.

Esperó a que amaneciera, el campo blanqueaba aterido. entre dos luces tomó unos mates y le pegó unos tajos a una paleta de capón que chirriaba en las brasas, la comió arriba de una galleta horneada por la misma Filomena, quizás el día anterior.

Cuando el gurí despertó, lo arropó como mejor pudo, agarró caballo, ensillo en silencio y monto con su cachorro, llamó a los perros y salió al tranco desandando el camino por el que malditamente había venido; hacia el este, hacia esa guerra que le daba más paz que esto.

Si el que busca en las taperas quiere ver, incluso tumbas puede encontrar.