El hombre iba y venia de un lado al otro del patio. Los tres perros permanecían echados bajo el alero del rancho, las gallinas picoteaban en la vuelta del galpón y el sauce parecía que iba a remontar con el viento de setiembre. El ambiente era tenso, mas allá de la serenidad de los perros y la parsimonia de las gallinas.
– Te van a venir a buscar Justino. Te van a venir a buscar – le dijo Graciana al hombre en una de esas pasadas. De eso no te vas a escapar. Como lo vas a dejar tirado. Vos siempre el mismo Justino, parece que no tuvieras corazón. Lo mismo hiciste con los gurises, ni te importó que se murieran. Solo yo te aguanto. Hay momentos que no pareces humano.
– Quien mierda me mandó a decirle que sí al gurí, si no tenía ni idea de lo que era un rifle, pero lo ví tan desesperado por agarrar la changa que lo acepté, dijo Justino. Todo se aprende me dijo y que mierda va aprender, si cuando lo apuró el chancho y el Curupay se le prendió, apuntó “pa cualquier lau”, se enredó en la raíz del tala y cayó encima del rifle. Yo me di cuenta enseguida que se había “agujereau” la panza. Al rato empezó a boquear y le apareció el ronquido. Le dije que se tranquilizara porque era peor, pero no me dio pelota y ahí quedó.
– No te das cuenta Justino que era un pobre muchacho en busca de cualquier changa para llevar un poco de comida a sus pichones y a esa chiquilina que no debe tener mas de veinte años – dijo Graciana. Es gente de la frontera y andan a la deriva buscando lo que sea para sobrevivir.
El silencio se apoderó del ambiente, Justino armó un cigarro, dejó que la mirada se perdiese rumbo a los algarrobales, Graciana siguió descolgando la ropa del alambrado y el tordillo pegó un relincho como de espanto en un extraño desasosiego. El viento parecía que había calmado un poco. Se venía la tardecita y hasta ahora ningún milico había llegado por el rancho, para llevarse a Justino o para preguntarle por el muchacho. Nada.
De a poco se fue viniendo la noche. Hacía frío. El brasero calentaba pero no tanto, era mas resplandor que otra cosa. Graciana calentó el guiso y prácticamente se lo tiró encima de la mesa. Justino casi sin chistar empezó a comer. Otra vez el viento hacía chiflar el mojinete del rancho y la luna no se animaba a salir de atrás de un nubarrón negro.
– Mañana lo voy a ir a buscar dijo Justino.
– Hacé lo que quieras – retrucó Graciana casi entre dientes – vos siempre hacés lo que querés.
La cerrazón de la mañana encontró a Justino cabeza gacha frente a la raíz del tala, mientras tocaba el pasto tibio, sin saber quien se había llevado al muchacho.