¿QUIÉNES SOMOS?

Hambre

por | 25 Jun, 2025

El invierno empuja, atraca. Me calzo la gorra en la cabeza cuidando de tapar bien las orejas por el frío que siento y subo el primer escalón de la plaza. Entro, miro.

Algunos colores del entorno le ponen el pecho al frío, lo aguantan y me abren camino.

Aunque el sol ilumina un poco el centro del lugar, el suelo y el cielo intentan aplastarme la cabeza y las manos con esta última helada de hoy. Los caminitos de la plaza son todos iguales, el mismo ancho, el mismo largo y una forma redonda de doblar hacia el centro, de llevarme hacia la pérgola, como la curva de un taco de reina, como una gota de agua que puede rodar libre de la hoja o la piel que la retuvo prisionera.

No sé como la gente puede soportar instalarse en una plaza en pleno invierno, quizá porque ya perdieron cualquier otro lugar, o este sea el mejor.

Sin embargo, creo que lo que aquí sobrevive al despiadado frío es por los cuidados de Fructuoso Méndez, don Frutos, el placero. Ha dedicado su vida a plantar arbustos y flores de estación. Para cada mes un olor y un color dice él, aunque el color de su piel nunca abandona lo pálido de quienes sobreviven todo tipo de tormentas y fríos y la ropa descolorida que le dan en el municipio en su trabajo de siempre, por temporadas disimula mejor la flacura extrema del hombre.

Camino y aguanto el temblor como un animal que dispara del cazador que lo persigue. Mientras mis pies apoyan los miedos en los grises gastados de los adoquines y baldosas de la calle de las caléndulas, me escapo un instante del frío. Observo sus estaturas iguales e impecables, la forma camuflada que don Frutos encontró para poner las violetas entre las rosadas, y las púrpuras sobresaliendo como un cordón cercano o defensivo de los pasos de la gente y otros animales menos feroces protegen a las de atrás con sus pétalos largos. Se estiran cogotudas, alardeando su distinción. Todas están a la izquierda, sobre el cantero de la derecha hay arbustos, muy prolijos y fuertes sí, pero también llenos de espinas y sin un gramo de belleza que nos saque a los que caminamos por aquí, del frío, el miedo o el hambre.

Las flores están de dos en dos, perfectas y puntiagudas, como soldados se mueven al ritmo de mi paso y parece que sus filosas puntas me dicen ahí pasa la dama temblando, lleva sus pasos dudando.

¡No!, ¡no dudo nada! me gustaría decirles. Sólo tengo frío, igual que él.

Me desplazo, como puedo, llego al centro, a la zona cercada por la Santa Rita, al lugar donde están las tierritas y las manos mágicas de don Frutos.

Me acerco. Sonrío, me paro frente a la figura alta y huesuda, siento su hambre y su frío en mi estómago, le entrego el paquete caliente. Me mira un instante como mirándome toda la vida, como entendiendo todos mis fríos y mis hambres también. Desconcertado sostiene mis manos y rellena ese hueco vacío con una flor. Sostengo un instante su mirada llena de explicaciones que creo entender y me alivio.

Ya sin apuro, como un muerto de sed que pudo tomar su vaso de agua, repaso otra vez el camino por el que he de volver. A esa hora al mediodía, se renueva el tránsito humano por la plaza. Vienen y van, rápidos, con bolsas, agarrados de las manos, taciturnos, alegres, con la mirada atracada en alguna desilusión, o cansados por los trabajos infelices.

Yo sin prisa y con algo de tranquilidad en las tripas, regreso. Las caléndulas siguen siendo bonitas a pesar de sus puntitas militares que me miran. En una casa cerca de la plaza, pero más aún cerca del río hoy un veterano y sus dos hijos chicos comen milanesas calientes con puré.