El sonido de la madera golpeándose resonó en el vacío y frío bosque. El cabello de Aoi yacía recogido en un moño sencillo y algo desordenado, los mechones de cabello que se escapaban a veces molestaban un poco su vista, pero ya se había acostumbrado a ello. Su agarre en aquella katana de madera no cedía, sus piernas, ligeramente separadas entre sí, se mantenían firmes.
Ella ya no podía recordar cuánto tiempo llevaba con su padre en aquel lugar. Los moretones en sus brazos, piernas y parte de su rostro que tenían un buen rato entrenando, eso era seguro.
El hombre soltó un suspiro. Bajando lentamente su propia katana de madera, mirando a su hija con ligero… desdén.
─Aoi, estabiliza tu respiración, te ves débil e indefensa, no quieres que el enemigo piense que… —Sus palabras fueron interrumpidas al ver a su hija inclinándose ligeramente hacia adelante, flexionando las rodillas antes de dar un gran salto en dirección a su padre, quien frunció el ceño y levantó su guardia, esperando para el siguiente ataque.
Aoi, por su parte, sujetó su katana firmemente con ambas manos, levantándola por encima de su cabeza. Y, apenas un instante después, ejecutó un tajo descendente con todo el peso de su cuerpo.
El padre de la niña rápidamente bloqueó aquel corte, lo que provocó un choque brusco entre ambas armas. Por un momento, Takeshi pudo sentir la fuerza de su hija a través de la madera, enviándole un escalofrío por todo el cuerpo.
La determinación de la pelinegra le impidió rendirse sin intentar darle al menos un golpe a su padre. El tiempo se sentía lento. Reaccionó en el aire, rotando su cuerpo hacia adelante y apoyando su peso en aquella arma para luego soltarla; continuó con aquel giro completo sobre su eje, estirando su pierna en el proceso.
El arma de su padre encontró una debilidad inmediatamente.
Golpeó el muslo de la niña, arrancándole un grito ahogado, pero ella no se detuvo y movió su pierna hacia abajo, conectando un golpe de talón sobre la cabeza de Takeshi, provocándole un jadeo y leve desorientación. Aoi era pequeña, y aquella cantidad de fuerza era anormal. Aunque no fue suficiente para dejarlo fuera de batalla, lo tomó por sorpresa.
Cuando la pequeña comenzó a caer, Takeshi sujetó su pierna con una mano, apretándola con fuerza antes de tirar a la niña a un lado, provocando que esta cayera sobre una pila de nieve, bastante adolorida por los moretones y cortes que se había hecho.
─Aún puedo continuar… ─murmuró Aoi, prácticamente sin aliento, intentando levantarse como podía.
─Continuaremos en otro momento ─mientras hablaba, Takeshi miró de reojo a su hija, entrecerrando los ligeramente antes de darle la espalda, comenzando a alejarse en dirección a su hogar (el cual no estaba tan lejos en realidad).
─Espera un poco… no te vayas aún, ¡Esta vez lo haré mejor! ─La voz de Aoi se entrecortó mientras veía con lágrimas en los ojos como su amado padre simplemente le daba la espalda y se iba sin demostrar una pizca de remordimiento, simplemente dejándola allí, magullada en la nieve.
Los pensamientos sobre la actitud de su padre hacia ella comenzaron a rondar su mente; “¿Por qué se aleja de mí de nuevo?”, “¿Volví a decepcionarlo?”. La pequeña sentía cómo las lágrimas caían de sus ojos, pero antes de que pudieran recorrer su rostro, se congelaban al contacto con el aire frío, generando un dolor punzante desde sus propios ojos. El frío parecía originarse desde lo más profundo de su ser, intensificándose con cada emoción dolorosa que sentía.
El aire a su alrededor se volvió casi glacial, como si sus propias emociones pudieran afectar la temperatura ambiente. Las lágrimas, al salir de sus ojos, se cristalizaban casi instantáneamente, formando pequeños cristales de hielo en sus pestañas y en el borde de sus ojos. El dolor era insoportable, como si diminutas agujas de hielo perforaran sus globos oculares. La pequeña rompía los cristales de hielo con cada pestañeo, sintiendo un alivio momentáneo, pero el sufrimiento no desaparecía por completo. Confusión y desesperación inundaron su mente. “¿Por qué siempre duele tanto?” pensó, sintiendo aquella familiar tristeza que le provocaba su padre.
Lo que la pelinegra no sabía es que el frío que experimentaba no era solo del aire invernal, sino también un eco de un poder latente dentro de ella, un poder que aún no comprendía del todo.
(…)
Aoi se enfocó en tomar su espada de madera con un agarre tembloroso. Apoyándose en un árbol cercano, se levantó con mucho esfuerzo, cada movimiento era acompañado de un dolor agudo que se reflejaba en su respiración entrecortada. La nieve fría bajo sus pies parecía absorber el calor de su cuerpo, aumentando su malestar.
Lentamente, la niña comenzó a caminar hacia su hogar, arrastrando los pies en la espesa nieve que crujía bajo su peso. Su pequeña figura, vulnerable y herida, dejaba un rastro de gotas de sangre que marcaba su camino como un testimonio de su dolor.
Finalmente, las piernas de la muchacha cedieron y cayó de cara a la nieve. Por un instante, todo lo que pudo hacer fue ver la nieve sólida debajo de ella y sentir el gélido abrazo que esta le daba.
Su vista lentamente se puso borrosa, sus ojos se sentían pesados al igual que el resto de su cuerpo; incluso pensar se sentía cómo un esfuerzo sobrehumano. Ya no había fuerzas, ya no había calor. Una última lágrima se congeló. Y, con un último dejo de consciencia, la pequeña susurró:
—Yo solo quería enorgullecerte…