¿QUIÉNES SOMOS?

El acordeón (a Macos Da Silva)

por | 11 Sep, 2024

El muchacho salió del rancho y se sentó bajo el alero, se abrió de piernas y se calzó el acordeón en el pecho. Es enero y el sol calcina las piedras y los pastos que están a los lados de la calle de balastro. Los racimos de sombra están quietos y ensordecidos por el grito incesante de las chicharras que cantan como si fuera su último día para aparearse. Uno a uno probaba los botones de la mano izquierda, en diagonal mientras hacía respirar aquel pulmón de cartón que se resecaba con cada fuellazo. Quería encontrar dos acordes mayores así con la mano derecha podía probar una polca o un aire de chotis.
El barrio de casas pobres, techos de chapas usadas con un pequeño muro de bloques en el frente y  huertas en el fondo se espaciaban entre ellas con dos o tres terrenos.
Desde lo alto de la ondulación que le da bajada y subida a la entrada del barrio un gaucho alto, flaco y de bigotes viene bajando en su bicicleta, hipnotizado por el sonido ronco y dulce del instrumento. Tiene un sombrero aludo para protegerse, camisa blanca traspirada, un tabaco eterno en su boca y mirada triste. Cuando llega frente a la casa del músico recuesta la bicicleta en el paraíso que usan en la tardecita para sentarse a tomar mate las mujeres de la casa, con el azucarero y el repasador tapando galletas de grasa con paté brasilero.
Lo mira al muchacho. Este interrumpe su improvisación.
-¡Buenas tardes muchacho! ¿Ese acordeón usted lo ganó en la rifa de la peluquería de la señora Gladys?
– Si…
– Esa acordeona es mía. Con la que era mi mujer nos peleamos y cuando volví de la esquila ya no estaba más arriba del ropero. Después me entere que me la rifó.


El muchacho miró los ojos rojos del gaucho y como tragó saliva después de decirle esto.
– Tome. Llévelo.
Se lo descolgó y se lo entregó en la espalda del hombre que lo cargó como si fuera una mochila y entre agradecimientos, disculpas y promesas de traerle dinero cuando tenga se subió a su bicicleta y volvió lento a la subida.
Con la pelota abajo del brazo salía rumbo al campito al atardecer cuando la madre le grito:
– ¡Che Marcos! El acordeón de la rifa ¿que lo hiciste?
– Se lo devolví a su dueño.
– ¡Pero! ¡Mira que sos tarao!
Se encogió de hombros y salió dominando la pelota hacia el remolino de muchachos y niños que habían improvisado un par de arcos con unos pedazos de escombros que usó la intendencia para rellenar el badén de la cañada.