Cuando en Salto hacen treinta grados de calor, sentís que hacen cuarenta y cinco; por suerte a Jimena se le había ocurrido invitarme para el almuerzo con la famosa ensalada césar. A mí me tocaba turno vespertino, entro a las dieciocho y Jimena para todos los días de diez a catorce, invariablemente durante todo el año. A esa fecha con Jimena llevábamos tres meses saliendo. Nos habíamos conocido yendo en la lancha del amigo de un amigo a una isla en el río Uruguay. Simpática, muy linda; gerenciaba una empresa de servicio de acompañantes, tenía treinta y cuatro años. Ese día me recibió en la casa con el aire acondicionado en dieciséis grados y con las persianas bajas, estaba enérgica; más de lo usual. Su cocina era un amplio espacio integrado al comedor y separado de este por una barra de cármica negra. “¿Conocés la ensalada césar?”, me preguntó apenas nos saludamos e intercambiamos una mínima de información; sobre todo de lo difícil que había estado la mañana en su trabajo. “¡Sí, claro! ¿Es la que tiene pollo y lechuga?”. “Sí, croutons y aderezo de anchoas”. “¿Aderezo de anchoas?”, pregunté. Me lo confirmó. “Pero nosotros la vamos a comer con alioli nomás; no me dio para comprar anchoas y tampoco tengo mostaza. Vamos a hacer la versión rápida, criolla y simple que me tengo que volar temprano al trabajo.” Dijo esto sacando el sartén del mueble bajo mesada y luego dos tablas del estante. “Agarrá de allí – dijo señalando el primer cajón de la cajonera del mueble bajo mesada – un cuchillo para el pan y una cuchilla. El pan está ahí, mirá”; agregó después. “En la heladera está el pollo. Picá el pollo y el pan en cubos. En tablas diferentes; por eso te di dos. Yo mientras voy haciendo la salsa.” “Explicame cómo se hace la salsa”, repuse. “Bueno, vení, mirá”, me dijo y me acerqué. En la mesada de la cocina, sobre una pequeña tabla de madera y con una cuchilla ancha de mango blanco apretó las cabezas de ajo contra la tabla para luego retirarles el centro y picarlas. Tomó una jarra medidora y midió un cuarto de taza de leche y media taza de aceite. La leche fue a una taza común y el aceite quedó en la taza medidora. Puso el ajo y la leche en la licuadora y se detuvo. Mirándome me dijo: “El arte de esto es que el aceite vaya entrando como un hilo”; quedé esperando para entender qué me decía. Entonces prendió la licuadora y cuando entendió que el ajo ya estaba mezclado con la leche, tomó la jarra medidora y dejó caer el aceite en la licuadora al ritmo de un hilo muy fino. “Me va a llevar tiempo.”, me dijo. “Vos andá picando el pollo y el pan”; y así hice. Piqué pollo y pan en cubos. Terminé al tiempo que ella terminó con la salsa. “Mirá la consistencia”, me dijo mientras levantaba la salsa con una espátula y esta caía con cierto espesor nuevamente en la licuadora. “Así te tiene que quedar, como una mayonesa líquida”. Fue hasta donde estaba yo, me indicó el lugar donde había un bowl de aluminio, en ese bowl pusimos el pan al cual le agregamos aceite de oliva, sal y pimienta. Mezclamos de forma que todo el pan se impregnara en aceite y luego lo pusimos en una asadera y para el horno, que Jimena ya había prendido en algún momento de todo el proceso. Luego prendió la hornalla con el sartén al cual le puso un poco de aceite y luego le agregó el pollo; el cual condimentó con sal y curry. “¿Te animás a ir lavando las lechugas?”, me dijo. “Están en la heladera”. Abrí la heladera y encontré lechuga mantecosa, crespa y morada. “Ya que no te iba a hacer el aderezo original, al menos traje tres tipos de lechuga”, sonreí. “Genial”, dije. En la pileta lavé un par de hojas de cada lechuga. Me indicó el lugar donde había un bowl grande de vidrio y me pidió que picara las lechugas dentro del bowl con la mano, “con el cuchillo se oxidan”, me explicó; algo que yo ya sabía. El pollo y los croutons estuvieron prontos casi al mismo tiempo. Al bowl con la lechuga le agregamos esos dos ingredientes y después la salsa alioli. Se me acercó, me miró con intensidad. “Algo livianito”, dijo refiriéndose al menú del almuerzo, “comemos y cogemos”; me dijo casi en tono de orden. Solté una risa, casi nerviosa. “Te dejo llave de casa, sesteá tranquilo. Cuando vayas al hospital me la dejás de pasada por el laburo”; terminó diciendo mientras caminaba hacia su cuarto y se recogía el pelo atándolo con una cola.