La tarde casi finalizaba cuando se dio cuenta que el río y él habían entrado en conexión, eran uno solo: gurí, agua, cielo y árbol.
Se abandonó…
La tarde primaveral había empezado prometedora.
Habían pedaleado rápido por la avenida de plátanos y luego atravesado el viejo puente.
Aquella casa del Yí los esperaba con su cancha de frontón.
Habían perdido la noción del tiempo, cuando rumbearon para el río y se zambulleron en sus aguas fresquitas, justo enfrente a la cancha de WANDERERS.
Jugando, se habían retado a cruzar hacia esa orilla, para luego regresar.
Estaba cansado cuando llegó a la ribera opuesta, pero no podía quedarse solo, así que sin dudarlo volvió a sumergirse siguiendo al grupo.
De a poco se fue dando cuenta que ya no podía avanzar y que las voces se oían cada vez más lejos.
¿Por qué gritaban? Ya no los podía escuchar. Todo se desvanecía, como la tarde.
Estaba tirado en la orilla cuando vio a un hombre que no conocía, a su lado.
No hablaron, pero se entendieron.
Era ya de noche cuando los amigos y él pedalearon de regreso, ahora callados y cabizbajos.
Todo quedaría en absoluto secreto entre el río y ellos.
Pero…en las ciudades chicas las voces se corren.´
Éstas corrieron hasta llegar a oídos del padre, quien asombrado y estremecido escuchó la historia, pasando por todas las emociones: del miedo pasó al enojo, y del enojo al abrazo.
El padre buscó mucho tiempo al hombre que había salvado la vida de su hijo.
Quería hermanarse con él, darle las gracias…pero…no pudo… nunca lo encontró.
Tampoco nunca lo olvidó.
Hasta el fin de sus días, cada vez que contaba la estremecedora anécdota, reivindicaba al humilde trabajador anónimo, que aquella tarde, arriesgando su vida, venció a las crecidas aguas del YÍ y rescató de ellas, a un gurí de catorce años, su hijo, mi hermano.