Me levanto, enciendo la radio, abro las ventanas.
El sol entra sin pedir permiso, haciendo sonreír a cada objeto al que le brinda una cálida caricia. ¡También me estremezco y sonrío cuando me roza!
La casa se inunda de luz, de aromas y sonidos, que llegan desde el exterior y anuncian la entrada triunfal de la primavera. Una bocina, el rugir de una moto, un ladrido lejano, la alegre algarabía de niños jugando, el trinar de los pájaros dando la bienvenida a un nuevo día, el toc toc del bastón del vecino, acercándose con pasos lentos al boliche del barrio. El perfume dulzón de los jardines de la plaza, dilata mis narinas, con placer.
La canilla de la cocina se desangra gota a gota, silenciosa. Trato de cerrarla, mas no lo consigo. ¡La dejo! ¡Es tan insignificante!
¡Decreto que hoy será un maravilloso día!
Cuando cae la noche todo tiende a desaparecer. La ciudad duerme y decido imitarla. Apago la radio y un silencio profundo me abraza.
Me dispongo a dormir, pero un ensordecedor, lento y persistente tic, tic, tic, no lo permite. Las gotas de agua caen en la pileta, rebotan en la mesada y el aire vibra al ritmo de ese tamborileo. Intento estrangular la canilla pero ella es más fuerte y me vence. Es cuando decido escucharla, y nos veo.
Como esas gotas silenciosas en medio de la vorágine del día, que ahora se hacen sentir con fuerza, somos nosotros, cuando nos sentimos ignorados en medio de un todo. Solo necesitamos esperar el momento en que nos toque brillar.
Y así como a la gota le llegó el silencio de la noche para ser escuchada, también nos espera ese momento en el que dejaremos de ser sombra, para convertirnos en luz.