Cuando entré a Facal hacía frío y una llovizna apenas perceptible mojaba hasta las entrañas. El lugar estaba atestado de gente y no quedaban mesas vacías.
¡Necesitaba un café cargado, caliente y amargo!
En uno de los rincones vi a un hombre que hacía señas. Me señalé a mí misma y él asintió con la cabeza. ¡Me invitaba a compartir su mesa!
Mientras me acercaba lo observé: mayor, mirada tristona y un rostro que inspiraba confianza. Me resultaba conocido.
Al llegar le tendí la mano.
-Delfina, dije.
-Un gusto. Soy Mario.
-¡Muy amable, Mario!
En un susurro dijo:
-Usted no sabe cómo valoro su coraje de haber aceptado mi invitación.
-Todos necesitamos alguna vez un cómplice, que nos ayude a usar el corazón. Creo que hoy fui ese cómplice para usted, Sr. Benedetti. Su corazón no permitió que me fuera con tanto frío.
Sonreímos los dos.
-¡Tiene usted razón! ¡No lo podía permitir! Vivimos en una sociedad tan indiferente a las necesidades ajenas, que si está a mi alcance ayudar, lo hago. Y si no está a mi alcance, lo intento.
-Usted habla de una sociedad indiferente y yo agrego que también es desconfiada. ¡Yo misma lo soy! No suelo aceptar invitaciones de un desconocido.
-Pero hoy aceptó. ¿Quizás porque tenía mucho frío?
– No. Si bien es cierto que no podía seguir trabajando en el estado en que estaba, fue su mirada la que me llevó a aceptar.
-¿Y qué tiene ella?
-¡Inspira confianza! ¡Y la mirada jamás miente!
Y si antes lo admiraba, desde ese día también aprendí a quererlo.