¿QUIÉNES SOMOS?

Carta en pena

por | 4 Dic, 2024

Entre tantos papeles, encontré la carta, metida en un libro de esos que compras por Tristán Narvaja, porque te llaman la atención, son baratos y te llenan el ego imaginario intelectual, libros que cuando llegan a tu casa, en los mejores casos los destinas para leer cuando vas al baño, cuando tenés ganas de leer algo nuevo, por más viejo que sea, aunque las hojas estén casi que inamovibles de tanta eternidad, pegoteadas, rotas, rayadas, borrosas, incluso, ahí recién descubrís algo que no te diste cuenta en la primer ojeada, a las apuradas, porque la gente atomiza, te pecha, te respiran en la nuca como queriéndome decir entre líneas, “lárgalo que lo quiero” y hacerse el que le interesa, así te rompen la poca paz que te queda a esta altura del año. Qué se yo, capaz es sólo mi percepción. Un día, precisamente el día que sin saber me iba a topar con la carta, estaba algo ansiosa y quería hacer algo para distraerme. Tenía un examen de esos de vida o muerte, salvarlo era la única opción. Ya me tenía cansada todo, el trabajo, la gente, los ruidos, las entregas finales, pensar con quién pasaba las fiestas, el arbolito, los regalos políticamente correctos y no pasar por una desabrida de la vida, un sinfín de cuestionamientos que hoy pensándolo fríamente, no tienen goyete!!! Imagínense, treinta y cinco grados a la sombra de los que intentaban ser rascacielos con viejas fachadas, calle abajo, transpirada, con una mochila donde iban todos los apuntes para pegar una repasada, puro amuleto, por qué siempre hacía lo mismo y nunca leía nada. Cuestión que a todo esto, la suma de horas de lecturas, de madrugadas intensas, no era el mejor día para ponerme a socializar, a no ser que fuera con Jorge, mi amigo desde hace siete años que lo conocí vendiendo en su kiosco, el diariero. Estaba hostigada de tanta presión, porque uno se acorrala, se mitiga y tal como pez en el agua uno se va desplazando. Para no perder la costumbre, tomé los libros que había en una caja, apretados, como si nadie nunca los hubiera sacado, esperaban allí a ser salvados, a ser leídos, a ser abiertos, a que nos diéramos la oportunidad de conocernos. Miré la hora y no tenía mucho margen si quería llegar temprano y no comerme la espera en las escaleras. Horas después, ya de regreso a casa, con el alma más liviana, con una mueca de entre aliviada y curiosa, abrí al fin el libro que me había llevado. Tenía una carta, escrita por no sé quién y hablaba no sé de dónde, pero había una particularidad, era una carta de amor, de un amor que nunca pudo expresar, de un amor que se quedó atrapado en el pasado, y claramente en ese libro, en esas hojas, en algún tiempo, en algún

alma, y en algún cuerpo. Como ya no se podía hacer nada, creí conveniente cerrar el libro, dejar la carta donde había estado habitando, reposando y se me ocurrió como salvación, pasarlo y pedir que lo pasaran, que circulara.

Quizás de esa manera, ayudaría a poner en palabras a alguien más ese sufrimiento, apuntalando a la ternura.

El año se cerraba, había dado ya mi último examen, las guirnaldas adornaban mi repisa, el intento de biblioteca, en la estantería de más arriba había quedado al final un espacio esperando un libro que sí me traje, pero que decidí que siguiera su camino en búsqueda de un alivio. Entre tantos papeles,

como empecé a contar al principio, encontré una copia que me había hecho.